Aprovecho la calma del verano, el poco trabajo y la -casi- ausencia de clases vespertinas para leer como me gusta, de modo compulsivo, varias horas al día casi todos los días. Leo rápido: En una semana han caído cuatro libros de una serie que sumarían cerca de dos mil páginas.
Sé que va contra las modas y contra la salud ocular, pero me gustan los libracos gordos, con papel biblia y letras pequeñitas. Que tengan mucho que contarme, que me permitan sumergirme en ellos de modo que al terminarlos sienta pena por abandonar el universo en el que me han tenido días o semanas. Un libro de ochenta páginas con tipografía de 14 rara vez consigue eso. También me gustan las sagas, las series de libros que siguen una historia y la exploran hasta sus últimas consecuencias.
Y también me gusta releer. Coger un libro que leí hace diez años y leerlo por segunda vez (a veces por tercera o cuarta incluso) permite explorarlo de otra manera. Pasa como con las buenas películas: La primera vez te engancha la trama, por dónde seguirá la historia, a dónde llevará finalmente. Las siguientes veces, ya sabes qué ocurre con los protagonistas, cuál es la acción; quién muere, quién se enamora o es decepcionado. Es momento de disfrutar de otras cosas: Los gestos, los diálogos, lo que hay alrededor o detrás de los protagonistas. La música, los personajes secundarios. Un buen libro -como una buena peli- soporta perfectamente una segunda visita, o más. Y también te va descubriendo cosas que antes no viste, facetas de los personajes que antes no te llamaron la atención.
En casa de mis padres había un Quijote en una edición lujosísima: Cuatro tomos en piel, con grabados de Dalí, papel grueso. De esos que se compran para adornar la biblioteca del salón, pero que nadie lee. Sin embargo, en el verano de después de octavo, cuando estaba a punto de cumplir los catorce años, me encontré sin lectura. Los Julio Verne que sacaba de la biblioteca del colegio no estaban disponibles, y vivíamos en un pueblo minúsculo -tal vez cien habitantes- en el que no tenía a quién pedir lectura. Comencé el primer tomo por aburrimiento y curiosidad, y cuando terminé el cuarto la sensación era la de haber obtenido un gran logro, aunque no tuviera claro exactamente en qué consistía. Supongo que me sentía orgulloso por haber vencido a una leyenda. Desde luego, no entendí en ese momento que realmente era yo quien había sucumbido. Cuando lo releí diez años después descubrí muchas cosas que mi primera lectura adolescente no me había mostrado, y sobre todo me pareció divertidísimo. Pienso volver a él dentro de poco, ya contaré.
Otro de los grandes tochos que he releído ha sido El Señor de los Anillos. Habrá quien se sorprenda cuando se entere de que existió vida antes de las pelis de Peter Jackson. Pues sí, es así y puedo atestiguarlo. Hace más de veinte años que cayó en mis manos, y la historia de Frodo me subyugó. El héroe salido de la nada, la inocencia, importancia de lo pequeño. La segunda vez que lo leí, años después, fué el personaje de Aragorn: La fuerza, el honor y los ideales. Cuando iban a estrenar las películas decidí cogerlo de nuevo, no fueran a chafármelo. Y la nueva maravilla fue descubrir que la fuerza conductora del relato en esta ocasión no estaba en ninguno de los héroes, sino en el sirviente, el amigo que se mantiene en segundo plano y aporta su sentido práctico frente a la fuerza y el heroísmo: Sam -otro Sancho Panza- es quien me emocionó, el auténtico protagonista.
Cien años de soledad, Demian, Dune... Hay muchos más libros -incluso series- que he leído en más de una ocasión, y a alguno de ellos les queda alguna más. Otro día os hago una lista.