25.5.07
23.5.07
Heridas
Hace un tiempo, resbalé en el portal de casa y me di un golpe tremendo en el codo. Salvo un dolor local intensísimo, no parecía que la cosa fuera grave. El brazo tenía su movilidad y aunque la herida tal vez hubiera agradecido unos puntos de sutura, no me decidí a ir al médico y curó por sí misma.
Ya casi no me molesta, de hecho a veces pasan varios días sin que me acuerde. Pero en ocasiones me apoyo sobre esa zona, o me doy un pequeño golpe. Y en ese momento me doy cuenta de que aún debe de haber algo por ahí que no ha terminado de sanar, que tal vez hubo un hueso roto que debería haber sido escayolado.
Hace más años, hubo otra herida más interna pero no menos dolorosa. También en esa ocasión pensé que sería capaz de irla curando. Últimamente he llegado a la conclusión de que ocurrirá igual que con el codo: el dolor seguirá disminuyendo con el tiempo, pero no habrá forma de impedir que un pequeño golpe, un apoyo mal hecho o unas palabras a destiempo vuelvan a despertar la tristeza, la rabia, el rencor.
Ya casi no me molesta, de hecho a veces pasan varios días sin que me acuerde. Pero en ocasiones me apoyo sobre esa zona, o me doy un pequeño golpe. Y en ese momento me doy cuenta de que aún debe de haber algo por ahí que no ha terminado de sanar, que tal vez hubo un hueso roto que debería haber sido escayolado.
Hace más años, hubo otra herida más interna pero no menos dolorosa. También en esa ocasión pensé que sería capaz de irla curando. Últimamente he llegado a la conclusión de que ocurrirá igual que con el codo: el dolor seguirá disminuyendo con el tiempo, pero no habrá forma de impedir que un pequeño golpe, un apoyo mal hecho o unas palabras a destiempo vuelvan a despertar la tristeza, la rabia, el rencor.
21.5.07
Significados
Nos pierden las palabras y nos encadenan los prejuicios. Nada hay peor que una palabra mal interpretada, o deformada por el peso de tantas ideas que nos han sido imbuidas, como decía Serrat, "con la leche templada, y en cada canción".
Allende los mares, Gilda lo entiende. Pero qué dificil es olvidar la educación y ser capaz de ir más allá de los significados asignados para dar una nueva vida a los conjuntos de fonemas.
Probablemente sea una rémora de la educación que recibí desde pequeño, esa que consistió en estimularme para que exprimiese al máximo mis capacidades, que las notas siempre fueran sobresalientes, que fuese siempre el primero de la clase. Para mí siempre fue natural, y cuando en la adolescencia descubrí que no era ese forzosamente el orden natural de las cosas, fue sorprendente. Dejé de ser el repelente niño Vicente y decidí confundirme con los demás, perderme en la normalidad de las notas que no destacan. Creo que nunca dejé de ser repelente, pero al menos lo intenté.
Cuando en el instituto me empeñaba en convencer a los demás de que no era un empollón, no lo hacía por modestia sino porque era cierto: no lo era. Lo que a otros les suponía horas de estudio en mi caso se reducía a un par de lecturas antes del examen. El Groucho -el profesor de matemáticas, con sus gafas, su bigote, sus andares encorvados, sólo le faltaba el puro- nunca me fue el monstruo que era para casi todos los demás, la trigonometría o los límites eran algo que entendía de un modo fluido. No estudiaba literatura: recordaba los autores, sus obras y sus ideas porque me interesaban, y además leía sus libros. Allá donde tenía un buen profesor descubría un mundo apasionante, fuera aprendiendo un idioma o a formular. No era un empollón, muy posiblemente era de los que menos estudiaban en clase, aunque nadie lo creyese. Intentaba ayudar a los demás, y si no era más popular era por mi acento foráneo tan fisno (sic), que en el mundo cruel de la adolescencia era un motivo tan válido como cualquiera para ser objeto de chanza.
Al cabo de muchos años, cuando decidí dejar la empresa privada, compitiendo con gente que tenía más tiempo y más estudios que yo, la historia se repitió: no aprobé una oposición, sino tres.
Es bueno conocerse, saber dónde están las cualidades y los límites de uno. ¿De dónde sale esa costumbre que considera que es educado descubrir e incluso hablar de los propios defectos, pero no las propias virtudes? Si soy torpe dibujando y lo digo, nadie se extraña. Si digo que soy inteligente, soy un engreído. Lo correcto es negar lo sobresaliente de uno para que sean los demás los que lo destaquen. Y si son ellos los que lo señalan, negarlo. A veces por pudor, pero en demasiadas ocasiones porque es lo correcto. A eso se llama modestia.
Creo que si uno tiene cualidades y las conoce, se lleva mejor consigo mismo. Quien se vanagloria de algo que la genética o la providencia le han concedido -fuerza, belleza, inteligencia-, es un estúpido. Quien sabe sus posibilidades y las utiliza -se hace deportista, modelo, estudia- hace lo mejor que puede hacer con aquello que le fue dado.
Tener determinadas cualidades nos diferencia y tal vez incluso nos otorga ventajas en determinados aspectos con respecto a los demás. Creo que lo importante no es negar lo que uno es o tiene, sino entender que eso no nos hace mejores que los otros, ni superiores en ningún sentido. Eso es ser humilde.
La modestia es un modo educado y tradicional de ser políticamente correcto, lo que no deja de ser una impostura, una cesión ante la hipocresía. La humildad, en cambio, es medir la insignificancia de lo que uno posee en relación con lo que le rodea.
A mi alrededor veo a diario personas que poseen cosas que para mí quisiera, con capacidad de dibujar, de bailar o con un sentido estético sorprendente, que hacen arte todo lo que tocan. Con un oído musical maravilloso. Con salero para hacer reír diciendo tres palabras. Con la magia que hace que su mirada o sus palabras curen a quienes les rodean. Ojalá todas esas personas admirables sepan lo que hacen bien y no lo nieguen, ni ante sí mismos ni ante los demás.
Si hoy he de rezar por algo, lo haré para que sigan poseyendo esos dones; y que sabiéndolo, sigan siendo humildes, nunca modestos.
Allende los mares, Gilda lo entiende. Pero qué dificil es olvidar la educación y ser capaz de ir más allá de los significados asignados para dar una nueva vida a los conjuntos de fonemas.
Probablemente sea una rémora de la educación que recibí desde pequeño, esa que consistió en estimularme para que exprimiese al máximo mis capacidades, que las notas siempre fueran sobresalientes, que fuese siempre el primero de la clase. Para mí siempre fue natural, y cuando en la adolescencia descubrí que no era ese forzosamente el orden natural de las cosas, fue sorprendente. Dejé de ser el repelente niño Vicente y decidí confundirme con los demás, perderme en la normalidad de las notas que no destacan. Creo que nunca dejé de ser repelente, pero al menos lo intenté.
Cuando en el instituto me empeñaba en convencer a los demás de que no era un empollón, no lo hacía por modestia sino porque era cierto: no lo era. Lo que a otros les suponía horas de estudio en mi caso se reducía a un par de lecturas antes del examen. El Groucho -el profesor de matemáticas, con sus gafas, su bigote, sus andares encorvados, sólo le faltaba el puro- nunca me fue el monstruo que era para casi todos los demás, la trigonometría o los límites eran algo que entendía de un modo fluido. No estudiaba literatura: recordaba los autores, sus obras y sus ideas porque me interesaban, y además leía sus libros. Allá donde tenía un buen profesor descubría un mundo apasionante, fuera aprendiendo un idioma o a formular. No era un empollón, muy posiblemente era de los que menos estudiaban en clase, aunque nadie lo creyese. Intentaba ayudar a los demás, y si no era más popular era por mi acento foráneo tan fisno (sic), que en el mundo cruel de la adolescencia era un motivo tan válido como cualquiera para ser objeto de chanza.
Al cabo de muchos años, cuando decidí dejar la empresa privada, compitiendo con gente que tenía más tiempo y más estudios que yo, la historia se repitió: no aprobé una oposición, sino tres.
Es bueno conocerse, saber dónde están las cualidades y los límites de uno. ¿De dónde sale esa costumbre que considera que es educado descubrir e incluso hablar de los propios defectos, pero no las propias virtudes? Si soy torpe dibujando y lo digo, nadie se extraña. Si digo que soy inteligente, soy un engreído. Lo correcto es negar lo sobresaliente de uno para que sean los demás los que lo destaquen. Y si son ellos los que lo señalan, negarlo. A veces por pudor, pero en demasiadas ocasiones porque es lo correcto. A eso se llama modestia.
Creo que si uno tiene cualidades y las conoce, se lleva mejor consigo mismo. Quien se vanagloria de algo que la genética o la providencia le han concedido -fuerza, belleza, inteligencia-, es un estúpido. Quien sabe sus posibilidades y las utiliza -se hace deportista, modelo, estudia- hace lo mejor que puede hacer con aquello que le fue dado.
Tener determinadas cualidades nos diferencia y tal vez incluso nos otorga ventajas en determinados aspectos con respecto a los demás. Creo que lo importante no es negar lo que uno es o tiene, sino entender que eso no nos hace mejores que los otros, ni superiores en ningún sentido. Eso es ser humilde.
La modestia es un modo educado y tradicional de ser políticamente correcto, lo que no deja de ser una impostura, una cesión ante la hipocresía. La humildad, en cambio, es medir la insignificancia de lo que uno posee en relación con lo que le rodea.
A mi alrededor veo a diario personas que poseen cosas que para mí quisiera, con capacidad de dibujar, de bailar o con un sentido estético sorprendente, que hacen arte todo lo que tocan. Con un oído musical maravilloso. Con salero para hacer reír diciendo tres palabras. Con la magia que hace que su mirada o sus palabras curen a quienes les rodean. Ojalá todas esas personas admirables sepan lo que hacen bien y no lo nieguen, ni ante sí mismos ni ante los demás.
Si hoy he de rezar por algo, lo haré para que sigan poseyendo esos dones; y que sabiéndolo, sigan siendo humildes, nunca modestos.
14.5.07
Será tarde
En Badajoz hay un Conservatorio Superior de Música del se supone que salen grandes músicos: intérpretes, compositores, directores. Y parece que es así. Por ejemplo, la especialidad de arpa es de lo mejorcito del país. La Diputación debería sentirse orgullosa y recompensada del dinero que invierte en él. Pero parece ser que no es así, puesto que ha decidido que el próximo año no entrarán nuevos niños. Ya lo intentaron este año, pero hubo quien se los quiso comer y recularon, y entraron unos cuantos en según qué especialidades. Y ahora han vuelto a la carga, con más tiempo, para que nadie diga que no se avisó. De ahora en adelante, quien quiera estudiar en el Conservatorio, deberá entrar en el quinto año de estudios, superando un examen y cruzando los dedos para quedar en un puesto con plaza. O sea: opositando desde los once o doce años. Cómo se forme hasta ese momento, no parece importar.
También en Badajoz, el Ayuntamiento mantiene unas Escuelas de Música en las que quien así lo desea puede iniciarse en tal arte. Hay pocas especialidades (piano, guitarra, canto, percusión, violín y tres o cuatro de viento) pero algo es algo. Los profesores son gente joven, con contratos basura a los que deben opositar -también ellos- cada año, lo que permite al consistorio cortar la cabeza que sobresalga en el momento inadecuado, si ello es menester.
El Ayuntamiento y la Diputación conocen y reconocen su mutua existencia. Pero el uno no piensa ampliar las plazas que ofrece, ni las especialidades. Ni la otra piensa apoyar al otro para que lo haga.
Sí, claro: ambos están dominados por distintos partidos políticos. Y por supuesto, a todos ellos les resulta indiferente la cultura, la música y todo lo que no sea trincar votos en las elecciones.
Desde luego, a ambos les da igual que dentro de unos años ya no saldrán buenos arpistas. Mejor dicho, ni buenos ni malos. Tampoco gente que toque el cello, ni el fagot, ni tantos otros instrumentos que no parecen tener gran importancia.
Hay quien se queja de que en la Orquesta de Extremadura la mayor parte de los músicos no sean extremeños. Por mi parte, me parece perfecto que valencianos, vascos, polacos y rusos vengan a demostrar lo que valen y se queden entre nosotros. Si otras cosas no deberían tener fronteras, la música menos aún.
Dentro de unos años, cuando las aulas de ese nuevo edificio, tan pijo y tan exquisito, se vean vacías, recorridas tan sólo por profesores desocupados, tal vez alguien se lamente. Y entonces sí tendrá razón.
También en Badajoz, el Ayuntamiento mantiene unas Escuelas de Música en las que quien así lo desea puede iniciarse en tal arte. Hay pocas especialidades (piano, guitarra, canto, percusión, violín y tres o cuatro de viento) pero algo es algo. Los profesores son gente joven, con contratos basura a los que deben opositar -también ellos- cada año, lo que permite al consistorio cortar la cabeza que sobresalga en el momento inadecuado, si ello es menester.
El Ayuntamiento y la Diputación conocen y reconocen su mutua existencia. Pero el uno no piensa ampliar las plazas que ofrece, ni las especialidades. Ni la otra piensa apoyar al otro para que lo haga.
Sí, claro: ambos están dominados por distintos partidos políticos. Y por supuesto, a todos ellos les resulta indiferente la cultura, la música y todo lo que no sea trincar votos en las elecciones.
Desde luego, a ambos les da igual que dentro de unos años ya no saldrán buenos arpistas. Mejor dicho, ni buenos ni malos. Tampoco gente que toque el cello, ni el fagot, ni tantos otros instrumentos que no parecen tener gran importancia.
Hay quien se queja de que en la Orquesta de Extremadura la mayor parte de los músicos no sean extremeños. Por mi parte, me parece perfecto que valencianos, vascos, polacos y rusos vengan a demostrar lo que valen y se queden entre nosotros. Si otras cosas no deberían tener fronteras, la música menos aún.
Dentro de unos años, cuando las aulas de ese nuevo edificio, tan pijo y tan exquisito, se vean vacías, recorridas tan sólo por profesores desocupados, tal vez alguien se lamente. Y entonces sí tendrá razón.
1.5.07
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