Cuatro Caminos se ilumina de un modo casi cegador, un la luz del otoño que comienza. Delante del ordenador, en el sitio donde hago un curso relajado y por momentos aburrido, me pierdo mirando los edificios del otro lado de la plaza, las ventanas de las oficinas, de las casas.
Me gusta venir a Madrid de vez en cuando. Salir de mi provincianismo y sumergirme en el bullicio y la amplitud de la capital, de lo superlativo.
Además, esta vez la casualidad de los horarios me ha permitido aprovecharme de mi empresa, y viajar como los señores, o los señoritos: en avión, haciendo en una hora el viaje que de otro modo me hubiera llevado cinco. Desde que despegas hasta que el aparato entra en las nubes, hay unos minutos en los que aún se distingue el paisaje, las carreteras, los pueblos.
Qué pequeño es todo. Qué relativo y lejano.
Ese principio de viaje ha sido un preludio de las sensaciones de las mañanas y los mediodías, cuando entro en el metro rodeado de desconocidos. La mayoría en silencio, tan aislados de los que les rodean aunque se rocen o se aprieten contra ellos.
Juego a imaginar la vida de algunos: una mujer en la cincuentena de aspecto y actitudes monjiles, la chica colombiana que va a trabajar a alguna casa, el albañil de zapatos llenos de polvo que duerme agotado. Capto trozos de conversaciones, o ni eso: acentos que intento identificar como latinos, eslavos o árabes.
Y la agradable sensación de pequeñez, de ser una millonésima parte, prescindible y sin importancia.