Cuando somos niños, adolescentes, creemos que somos de una determinada manera: hermosos o feos, listos o torpes, buenos o malos. Creemos, digo.
Lo que nos define como personas no es la imagen que tenemos de nosotros mismos, sino la que mostramos al mundo. Al cabo de los años, me convenzo de que somos como nos ven los demás, y es así cada vez más con los años. Cuando somos niños, la imagen que tenemos ante nosotros mismos se compone más de imaginación y futuro que de realidad. Al crecer, al madurar, nuestra personalidad se parece cada vez más a nuestro esqueleto: cada vez es más ósea y menos cartilaginosa. Cada vez más rígida y fuerte, menos flexible y amoldable. Cada vez somos menos un proyecto y más una realidad, una forma definida, un patrón reconocible entre miles. Cada día que pasa queda más lejos la posibilidad de cambiar, porque ante nosotros mismos y ante los demás somos la suma de las acciones, las palabras, los gestos que hemos mostrado durante años y décadas. El personaje que imaginábamos para nosotros cuando éramos niños va delimitándose cada vez más, sujeto por esos actos irrebatibles que hemos amontonado sobre lo que queríamos o creíamos ser.
En la suma que nos compone también entran las decepciones, las diferencias entre lo que creíamos o queríamos ser y lo que hemos sido siendo durante años. Lo cual no es forzosamente malo, si conocemos y aceptamos nuestra falibilidad. El problema es cuando el divorcio entre nuestra propia imagen y el mundo exterior se convierte en abismo, cuando no hay modo de reconciliar la realidad interna y la externa. Cuando lo que vemos de nosotros y lo que mostramos a los demás -que no siempre coincidirá con lo que los demás interpretan- es tan dispar que somos incapaces de reconocernos en la imagen que proyectamos, y quienes nos rodean no pueden reconocer lo que contamos de nosotros mismos en lo que ellos ven.
3 comentarios:
Regresas fuerte, ¿eh? Me gusta.
Esos son los que siempre usan la frase de "tú no me conoces"....
Muy interesante tu artículo.
Lo último que describes suena a disfunción mental.
Deberíamos ir más al psicólogo, y sin avergonzarnos por ello, todavía supone un tabú.
Los padres que educan en la sinceridad, coherencia, espontaneidad y la autenticidad no tendrán hijos con los problemas que describes.
En la educación escolar cada vez se tiene más en cuenta la inteligencia emocional y se hacen trabajos en grupo que comprenden habilidades sociales –exposiciones en público, teatro, etc.-. Hay que reforzarlo y conseguir que todo adolescente tenga una idea bastante certera de sí mismo y de mayor esté en condiciones de tomar las decisiones importantes de su vida con buen criterio. Conocerse es la llave para que nuestra vida diaria y nuestras relaciones sean acordes a nuestra personalidad, y por tanto ser más felices. Como nos decían los curas y las monjas: si un árbol se tuerce de pequeño, crecerá torcido. ¡Qué decepcionante es llegar a la edad madura y tener que acudir al psicólogo! Y darse cuenta tarde, de lo que debiste o no debiste hacer. Y lo difícil que resulta superar la inercia mental y encarar el cambio.
Nadie es perfecto y también hay que saber aceptar los errores y no machacarse con los remordimientos. Correr un tupido velo y actuar en el presente con la nueva seguridad que nos reporta lo aprendido.
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