17.4.10

En blanco

Hace algún tiempo también la vi comprando en el hiper. Al llegar a casa, le dije a mi Baronesa "He visto a Lupe, la pija, aquella amiga tuya". En aquella ocasión ni siquiera la saludé porque creí que no me había visto, y tampoco es que mi relación con ella llegase a ser cercana como para no dejar pasar la oportunidad.

Esta tarde íbamos los dos, y en el mismo sitio, mientras pagábamos, la vi en una caja cercana. Era evidente que en esta ocasión sí me vería y saludaría, así que llamé la atención de mi media naranja, "mira, ahí está Lupe". Antes de que me pudiera contestar, mientras yo pagaba, Lupe nos miró y sonrió, y se dirigió sólo a mi.

Lo malo no es que no la saludase a ella. Es que me saludó llamándome por mi nombre. Y a ella, ni una palabra.

Mi chica no la conocía de nada. No solamente no era la tal Lupe, lo cual indica mis magníficas dotes como fisonomista. Lo realmente humillante es que por más que me estrujo la cabeza, no tengo ni idea de su nombre, ni qué la conozco.

Y si fuera la primera vez que me pasa...

Joder.

11.4.10

Veinticinco años

Mi baronesa tenía entonces veinte años, y yo aún menos. Éramos tan jóvenes y tan inocentes como cualquiera que supere los cuarenta puede pensar. Teníamos algunas certezas que luego se demostraron ilusiones, y otras que siguen siendo ciertas día a día.

Hace veinticinco años una boda por lo civil no era normal, ni nosotros lo éramos. No había embarazo, de igual modo que no hubo noviazgo. En la ceremonia -ambos vestidos de gris- un juez frío y adusto nos habló de artículos del código civil y nos despachó antes de que los últimos de los treinta invitados hubieran terminado de entrar en la sala, no sin antes advertir que no se nos ocurriera llenar la puerta con arroz o similares.

Empezamos con poco más de setenta mil pesetas en muebles -un mes de mi sueldo de entonces- y un cascado Citroën C8 familiar que nos regaló mi padre. En el salón, una mesa y dos sillas de camping; un sofá, una manta que hacía de alfombra y muchos cojines en el suelo, y un viejo televisor portátil en blanco y negro. En la cocina, las cajas de la mudanza hicieron de muebles de cocina durante muchos meses.

Los primeros tiempos fueron tan duros como el clima soriano en el que nos instalamos, a casi setecientos quilómetros de la familia y los amigos cercanos. El ambiente que nos rodeaba era opresivo y lleno de mala gente, en aquel pueblo en el que había más vacas que humanos, y eran casi más comunicativas que ellos.

Exactamente a los seis años nació Petardo, ayer cumplió diecinueve.

En el camino se nos han quedado ilusiones, vidas y amistades. Hemos tenido nuevos hijos e hipotecas. Y aquí estamos, aún compartiendo trabajos e ilusiones. Como decía alguien ayer, sintiéndonos cada vez más rara avis entre nuestra gente, llena de parejas separadas o recasadas. Los Ingalls dicen que si algún día nos separamos será que definitivamente el mundo se va a acabar. Dejando traslucir una cierta envidia, alguien nos preguntó hace tiempo cuál era nuestro secreto para seguir juntos y con la convivencia en buena forma. Mi respuesta le pareció absurda por lo evidente, pero para mí sigue siendo la única que puedo dar, porque el amor nunca es bastante: respeto. De lo cual se derivan muchas otras cosas, como hacer que la confianza no dé asco, como escuchar las opiniones del otro y considerarlas al menos tan inteligentes como las propias. Como considerar que sus defectos ya conocidos no pueden ser mayores que las virtudes que aún desconocemos. Como asumir que el amor del otro hay que trabajarlo y merecerlo cada día.

De modo casual, ayer estuvimos en un concierto de Luis Pastor:
Amar es combatir,
si dos se besan el mundo cambia,
encarnan los deseos,
el pensamiento encarna,
brotan las alas en las espaldas del esclavo,
el mundo es real y tangible,
el vino es vino, el pan vuelve a saber,
el agua es agua,
amar es combatir, es abrir puertas,
dejar de ser fantasma con un número
a perpetua cadena condenado
por un amo sin rostro.

 

Hoy son ya veinticinco años y un día, dulce condena.