31.3.06

La comunión de Marichu

Marichu tiene ocho años y los ojos azules. Ése no es su nombre, pero la llamamos así familiarmente. Cuando era más pequeña, con esos ojos y esa cara de aviesas intenciones que se le ponía a veces, parecía la novia o la hermana o la prima del muñeco diabólico. De ahí que Mari-Chucky, y cariñosamente Marichu. Aún hoy, hay días que al despertarse pone esa cara y alguno sentenciamos: "Hoy se ha levantado en plan chucky". Y ese día, agarráte que la cosa va fina.

"No es que sea mala, es que me han dibujado así"

Como todos los niños, Marichu tiene sus gustos definidos, por ejemplo por la ropa. Un vestido es una tragedia, y hay llantos cada vez que se tiene que poner uno. Le gusta jugar al fútbol y si por ella fuera los pendientes se distribuirían por su cuerpo como piercings, llevaría el pelo corto y peinado con gomina.

Los hermanos de Marichu no han hecho la comunión. En una casa como la nuestra, de boda por lo civil y clases de alternativa, es lo más normal, y nunca ha habido problema con ello. Y con ella hemos hablado en alguna ocasión que tampoco la haría. Pero el otro día iba por la calle de la mano de su madre y, al ver un escaparate en la otra acera dijo:

- Mamá, yo quiero hacer la comunión.
- ¿La comunión? ¿Y te vas a poner ese traje tan cursi?
- Sí, me gusta...


Asombrada, mi Baronesa cruzó con ella la calle para ver mejor los trajes. Luego me contó que se le llegó a pasar por la cabeza que la niña se comunionase, aunque sólo fuera por ver ese espectáculo. Le resultaba inimaginable.

- ¿De verdad te gusta? No me digas que te gusta eso, con esa falda y esos encajes.
- ¡No, ése no! Me gusta ese otro...

Y señaló al traje de la derecha.

23.3.06

Huellas



Fui un niño canijo y temeroso. En el patio del colegio era siempre el último en ser escogido para jugar al fútbol, si es que me atrevía a jugar. Mi madre me obligaba a bajar a la calle, porque en caso contrario mis juegos eran siempre solitarios e introvertidos. Era feliz, mi mundo era tan ancho como mi imaginación, y tan seguro como yo quisiera crearlo.

Fuera, el mundo estaba dominado por reglas absurdas. No servía ser mejor, bastaba con ser más fuerte. No era necesario ser ingenioso, bastaba con tener quien corease tus gracias. Cualquier motivo hacía de uno el blanco de nuevos ataques: Ser el nuevo, tener unos apellidos graciosos, dientes de ratón, un acento distinto.

Y nada más peligroso que mostrar la propia inteligencia ante quien reservaba la suya -virgen- para mejores ocasiones. Un sobresaliente se podía intepretar como un desafío, leer un libro podía ser un delito.

Las chicas, sus juegos y sus charlas resultaban algo más tranquilas, y por tanto más atractivas. Pero eran terreno vedado so pena de atraer los adjetivos más ofensivos, los ataques más denigrantes.

De cualquier modo, no fui un niño desgraciado. Mis padres, aunque de un modo torpe a veces, me inclulcaron el valor de la inteligencia, de la ternura, de las palabras y los conocimientos.

La adolescencia no cambió demasiadas cosas en el mundo, pero al menos estaba permitido acercarse a las chicas. Qué caramba, incluso se veía bien, se alentaba. Y mis mejores amigos fueron, casi siempre, amigas.

He crecido a trancas y barrancas, me he explorado a mi manera y no sé con cuánto tino. No he hecho cursos de esos que tanto me recomiendan, y no tengo claro qué se supone que debe hacer uno con su niño interior. El mío aún se sorprende cuando alguien le muestra cariño por mostrarse como es.

El adulto que se supone que soy no termina de explicarse cómo funciona el mundo. Las tramas que nos unen, las amistades por sorpresa, la ternura que nos asalta sin buscarla. Dejamos nuestro rastro en los sitios más inesperados, cuando menos lo buscamos. O tal vez es por eso.

Te quiero, Srta. Vainilla.

2.3.06

Relatividad

Leo el periódico y las noticias en su mayor parte me saben a nada. El mundo resulta incomprensible, y lleno de unos señores increíbles -no hay quien se los crea- que buscan esconder su falta de franqueza tras un muro de palabras.

Un poco más allá, tampoco entiendo al personal que mata y se deja matar, no por ideas, sino por dogmas.

Me parece indecente cuando veo imágenes de guerras o cataclismos y me dejan frío. Supongo que estoy tan acostumbrado a verlas que acabo por no valorarlas. Busco entonces una cara o un gesto de alguien en las imágenes y me identifico con esa persona, me pongo en su lugar e imagino qué significaría para mí perder la familia, la casa, todo lo que tengo. Miro a esos niños e imagino que son mis hijos. Es así como puedo imaginar la magnitud de la catástrofe, de la hambruna, de la desolación. Supongo que eso es lo que llaman empatía. Para mí es la demostración de que la tragedia de una persona es el equivalente a la destrucción de un mundo. Cualquier cantidad de muertos es la suma de muchas vidas individuales. Cuando una sola de esas vidas se destruye -y hay muchos modos de destruir una vida sin que nadie muera- el drama es de magnitud mundial.

De igual modo, me pregunto si mis pequeños actos diarios no cambian de modo decisivo el mundo. Estoy convencido de que sí, aunque no pueda medir sus efectos.

La teoría del caos: Cuando sonrío a la cajera del supermercado, al otro lado del mundo se detiene una guerra.