29.8.06

León

Para el verano de mi ciudad no son las bicicletas, sino los libros. Con cuarenta grados no hay dios que se ponga a pedalear, bastante arriesgado es ponerse bajo el sol, incluso a pie.

Los veranos son para leer. En cualquiera de sus modalidades clásicas: Sofá, sombrilla o árbol.

Este año me he vuelto más malo. He descubierto que en Internet también se pueden encontrar cientos de libros. Y la consecuencia es que he dejado que mis vicios se apoderen -también- de mi tiempo laboral. Pese a tener a mis compañeros de vacaciones, sigo teniendo varias horas de nulo trabajo, así que aprovecho y continúo en la pantalla del ordenador el libro que estoy leyendo en casa, en el trabajo, en el autobús.

Los libros caen como moscas...

17.8.06

La memoria recobrada

Estas últimas semanas he visto (y no visto: ninguno desde el principio) en TVE los documentales "La memoria recobrada". El último, en el que se hablaba de las carnicerías que se realizaron en mi ciudad, me ha impresionado mucho, mucho.

Uno de los participantes, con una emocionante mezcla de senectud e inocencia, mostraba y explicaba un dibujo que sería naïf si no fuera por el terror que describía. Frente a la Catedral, literalmente, un montón de muertos. Sobre ellos se subían los siguientes que iban a ser ejecutados. La sangre bajaba por una calle que queda a cincuenta metros escasos del lugar donde trabajo; una calle por la que he pasado en multitud de ocasiones, y que tal vez nunca veré igual.

No viví la guerra, pero sé que seré afortunado si no la conozco algún día o si a mis hijos no les roza. ¿Cuántas generaciones consecutivas tienen esa suerte? Mis abuelos la vivieron de lleno, y mis padres eran niños cuando todo aquello empezó y mientras la parte más dura de la represión desataba su cólera. Y yo aún recuerdo los himnos, las formaciones y los saludos brazo en alto en mis primeros años de colegio. Y el miedo. Nada de aquello está lejos, y la mejor manera de evitar algo es saber en qué consiste y recordar los ejemplos cercanos.

El hecho de que mi hijo adolescente conozca qué ocurrió en su ciudad no le va a generar rencor (¿hacia quién?). Pero tal vez sí le haga comprender de qué pasta estamos hechos, y que la historia se construye a base de miles de pequeñas historias personales; de gente como él, que paseó -y cuya vida se fue calle abajo- por los sitios por los que sale con sus amigos.

Es el pasado, y sangre pasada no mueve molino. O sí, pero lo que me indigna del presente es ver cómo determinados grupos y partidos desean enterrar el pasado en aras de una supuesta reconciliación, y del deseo de no "reabrir heridas". Sin embargo, no les importa escarbar en otras mucho más recientes e inventar lo necesario para que sus teorías conspiranoicas pongan txapelas donde a ellos les hubiera interesado que estuvieran.

Intentaré ser muy estricto, recordando: Existía un régimen democrático con graves problemas económicos y de orden público y social. Unos rebeldes lo derrocaron mediante un golpe de estado militar que triunfó sólo parcialmente. Después de ganar una guerra civil que duró tres años, impusieron un régimen dictatorial que duró treinta y seis años más.

Estoy convencido de que ambos bandos cometieron enormes tropelías mientras pudieron. La diferencia es que uno de los bandos cometió tales desmanes durante el tiempo de la guerra, y el otro tuvo bastante más medios, fuerza y -sobre todo- tiempo para hacerlo. Y también lo tuvo para para contar, detallar, magnificar, legendarizar o inventar lo que los rojos hicieron. Ya saben: Paracuellos, el oro de Moscú, los comunistas que se comen a los niños... Parece lógico que ahora se cuente todo aquello que durante años y años sólo se pudo callar o, como mucho, susurrar. Que hablen quienes durante tanto tiempo no hablaron.

Siento escalofríos cuando determinados políticos miran al pasado con ese empeño en que no se hable, que no se condene, que no se sepa. Y cuando les miro y les oigo, no puedo evitar preguntarme hasta qué punto se sienten identificados, y con quién. Y en caso de que ocurriera algo similar, ellos que han sido elegidos de modo democrático por millones de votos, de qué lado se pondrían.

11.8.06

Revisiones y relecturas

Aprovecho la calma del verano, el poco trabajo y la -casi- ausencia de clases vespertinas para leer como me gusta, de modo compulsivo, varias horas al día casi todos los días. Leo rápido: En una semana han caído cuatro libros de una serie que sumarían cerca de dos mil páginas.

Sé que va contra las modas y contra la salud ocular, pero me gustan los libracos gordos, con papel biblia y letras pequeñitas. Que tengan mucho que contarme, que me permitan sumergirme en ellos de modo que al terminarlos sienta pena por abandonar el universo en el que me han tenido días o semanas. Un libro de ochenta páginas con tipografía de 14 rara vez consigue eso. También me gustan las sagas, las series de libros que siguen una historia y la exploran hasta sus últimas consecuencias.

Y también me gusta releer. Coger un libro que leí hace diez años y leerlo por segunda vez (a veces por tercera o cuarta incluso) permite explorarlo de otra manera. Pasa como con las buenas películas: La primera vez te engancha la trama, por dónde seguirá la historia, a dónde llevará finalmente. Las siguientes veces, ya sabes qué ocurre con los protagonistas, cuál es la acción; quién muere, quién se enamora o es decepcionado. Es momento de disfrutar de otras cosas: Los gestos, los diálogos, lo que hay alrededor o detrás de los protagonistas. La música, los personajes secundarios. Un buen libro -como una buena peli- soporta perfectamente una segunda visita, o más. Y también te va descubriendo cosas que antes no viste, facetas de los personajes que antes no te llamaron la atención.

En casa de mis padres había un Quijote en una edición lujosísima: Cuatro tomos en piel, con grabados de Dalí, papel grueso. De esos que se compran para adornar la biblioteca del salón, pero que nadie lee. Sin embargo, en el verano de después de octavo, cuando estaba a punto de cumplir los catorce años, me encontré sin lectura. Los Julio Verne que sacaba de la biblioteca del colegio no estaban disponibles, y vivíamos en un pueblo minúsculo -tal vez cien habitantes- en el que no tenía a quién pedir lectura. Comencé el primer tomo por aburrimiento y curiosidad, y cuando terminé el cuarto la sensación era la de haber obtenido un gran logro, aunque no tuviera claro exactamente en qué consistía. Supongo que me sentía orgulloso por haber vencido a una leyenda. Desde luego, no entendí en ese momento que realmente era yo quien había sucumbido. Cuando lo releí diez años después descubrí muchas cosas que mi primera lectura adolescente no me había mostrado, y sobre todo me pareció divertidísimo. Pienso volver a él dentro de poco, ya contaré.

Otro de los grandes tochos que he releído ha sido El Señor de los Anillos. Habrá quien se sorprenda cuando se entere de que existió vida antes de las pelis de Peter Jackson. Pues sí, es así y puedo atestiguarlo. Hace más de veinte años que cayó en mis manos, y la historia de Frodo me subyugó. El héroe salido de la nada, la inocencia, importancia de lo pequeño. La segunda vez que lo leí, años después, fué el personaje de Aragorn: La fuerza, el honor y los ideales. Cuando iban a estrenar las películas decidí cogerlo de nuevo, no fueran a chafármelo. Y la nueva maravilla fue descubrir que la fuerza conductora del relato en esta ocasión no estaba en ninguno de los héroes, sino en el sirviente, el amigo que se mantiene en segundo plano y aporta su sentido práctico frente a la fuerza y el heroísmo: Sam -otro Sancho Panza- es quien me emocionó, el auténtico protagonista.

Cien años de soledad, Demian, Dune... Hay muchos más libros -incluso series- que he leído en más de una ocasión, y a alguno de ellos les queda alguna más. Otro día os hago una lista.

7.8.06

Voyeurismo

Al otro lado del patio de manzana tenemos unos vecinos que nos entretienen. Son una parejita joven y sin niños. No sabemos demasiado sobre ellos, no más de lo que se adivina a veinte metros de distancia y a través de un único balcón, el de su dormitorio del que normalmente no bajan la persiana ni cierran las cortinas. Ojo, si alguien espera aquí un post guarrete, que lo deje; no va de eso. Controlamos sus horarios de llegar a casa, de irse a la cama y de levantarse. Vemos cómo tienden la ropa -los uniformes de trabajo de él los fines de semana-, hacen la cama, a veces ven la tele acostados. El balcón durante el verano está siempre abierto, y en invierno varias horas durante la mañana. Esa casa debe de estar ventiladísima, decimos siempre. Ese afán de ventilación les ha valido el nombre de Los limpios. Algún nombre había que darles.

Si hay algo que me llama la atención y me gusta de ellos es precisamente eso que no hacen, eso que para casi todos es una obligación: Bajar las persianas, cerrar las cortinas para que nadie nos vea, aunque lo que hacemos sean las tareas de la casa, la vida corriente que hace cualquiera. Leemos, vemos la tele, comemos o limpiamos. Pero desde pequeños nos acostumbraron a ser celosos de nuestra intimidad y a escondernos detrás de rendijas, visillos, celosías.


Al hilo de un libro de Muñoz Molina -Ventanas de Manhattan- que nos regaló un amigo, hablábamos sobre esa herencia -¿árabe?- que nos hace tan celosos (de ahí las celosías) de nuestra vida íntima, de nuestros pequeños actos cotidianos. Leí en algún sitio que en centroeuropa, allí donde el calvinismo impuso sus costumbres, las cortinas eran un elemento denostado, porque un buen cristiano no tiene ninguna costumbre que deba ocultar de los demás, y todo lo que ocurre en su casa puede ser visto por cualquiera. Claro, aquí los cristianos han tenido mucho que ocultar, desde luego.

Durante el tiempo de la mili -porque yo hice la mili, qué le vamos a hacer, así de antiguo es uno- la bestia negra de los pobres soldados eran las guardias. Durante un día, dos horas de cada seis las pasaba uno en una garita sin más que hacer que sumirse en los propios pensamientos. A la mayoría, esta compañia durante ocho horas en un día les llevaba cerca de la locura. En mi caso, dejando a un lado las incomodidades, era un tiempo de reflexión y de dejar libre el pensamiento y la imaginación sin que nadie viniera a estorbar.

El cuartel estaba en aquel entonces en el centro de la ciudad, y por las noches miraba las ventanas iluminadas e imaginaba qué gente viviría en ellas. A veces se veía una lámpara, unas estanterías, rara vez una silueta. Imaginaba cómo podría ser la vida tras esos rectángulos de luz, cómo de dulce o de mágica. Qué personas, qué caricias, qué música. Parejas, familias, gente sola. Hubiera dado dinero por ver, por conocer, por curiosear.

Con los años la curiosidad no ha disminuído, pero uno casi se alegra de no tener la posibilidad de confirmar que, de todas esas vidas que uno anhelaría por momentos conocer, la mayor parte están llenas de problemas, tristezas o miserias; y que uno no cambiaría la propia por la mayoría de ellas. Mi vida y mi casa están suficientemente limpias aunque no estén, ni mucho menos, tan ventiladas.