7.8.06

Voyeurismo

Al otro lado del patio de manzana tenemos unos vecinos que nos entretienen. Son una parejita joven y sin niños. No sabemos demasiado sobre ellos, no más de lo que se adivina a veinte metros de distancia y a través de un único balcón, el de su dormitorio del que normalmente no bajan la persiana ni cierran las cortinas. Ojo, si alguien espera aquí un post guarrete, que lo deje; no va de eso. Controlamos sus horarios de llegar a casa, de irse a la cama y de levantarse. Vemos cómo tienden la ropa -los uniformes de trabajo de él los fines de semana-, hacen la cama, a veces ven la tele acostados. El balcón durante el verano está siempre abierto, y en invierno varias horas durante la mañana. Esa casa debe de estar ventiladísima, decimos siempre. Ese afán de ventilación les ha valido el nombre de Los limpios. Algún nombre había que darles.

Si hay algo que me llama la atención y me gusta de ellos es precisamente eso que no hacen, eso que para casi todos es una obligación: Bajar las persianas, cerrar las cortinas para que nadie nos vea, aunque lo que hacemos sean las tareas de la casa, la vida corriente que hace cualquiera. Leemos, vemos la tele, comemos o limpiamos. Pero desde pequeños nos acostumbraron a ser celosos de nuestra intimidad y a escondernos detrás de rendijas, visillos, celosías.


Al hilo de un libro de Muñoz Molina -Ventanas de Manhattan- que nos regaló un amigo, hablábamos sobre esa herencia -¿árabe?- que nos hace tan celosos (de ahí las celosías) de nuestra vida íntima, de nuestros pequeños actos cotidianos. Leí en algún sitio que en centroeuropa, allí donde el calvinismo impuso sus costumbres, las cortinas eran un elemento denostado, porque un buen cristiano no tiene ninguna costumbre que deba ocultar de los demás, y todo lo que ocurre en su casa puede ser visto por cualquiera. Claro, aquí los cristianos han tenido mucho que ocultar, desde luego.

Durante el tiempo de la mili -porque yo hice la mili, qué le vamos a hacer, así de antiguo es uno- la bestia negra de los pobres soldados eran las guardias. Durante un día, dos horas de cada seis las pasaba uno en una garita sin más que hacer que sumirse en los propios pensamientos. A la mayoría, esta compañia durante ocho horas en un día les llevaba cerca de la locura. En mi caso, dejando a un lado las incomodidades, era un tiempo de reflexión y de dejar libre el pensamiento y la imaginación sin que nadie viniera a estorbar.

El cuartel estaba en aquel entonces en el centro de la ciudad, y por las noches miraba las ventanas iluminadas e imaginaba qué gente viviría en ellas. A veces se veía una lámpara, unas estanterías, rara vez una silueta. Imaginaba cómo podría ser la vida tras esos rectángulos de luz, cómo de dulce o de mágica. Qué personas, qué caricias, qué música. Parejas, familias, gente sola. Hubiera dado dinero por ver, por conocer, por curiosear.

Con los años la curiosidad no ha disminuído, pero uno casi se alegra de no tener la posibilidad de confirmar que, de todas esas vidas que uno anhelaría por momentos conocer, la mayor parte están llenas de problemas, tristezas o miserias; y que uno no cambiaría la propia por la mayoría de ellas. Mi vida y mi casa están suficientemente limpias aunque no estén, ni mucho menos, tan ventiladas.

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