19.11.13

Bon viatge

Yo, que soy el defensor de los catalanes ante los tontos anticatalanistas de mi entorno, que siempre que he ido a Cataluña he sido tratado con respeto y amabilidad, que he tenido amigos catalanes y catalanoparlantes, tampoco lo acabo de entender. Lo cual no quiere decir que me oponga, ojo: es que no sé qué ventajas reales y tangibles esperáis obtener.

Digo yo que no será por aquello de que la pela es la pela, sino por cosa de sentimientos, pero sigo sin entenderlo. Probablemente sea porque no tengo ni una gota de sentimiento nacionalista (me la pela ser español, extremeño, alentejano o portugués). La idea europeísta que en su día me parecía bonita ha quedado a la altura del barro, visto en lo que se ha convertido la comunidad europea.

Admitiendo mi incomprensión y mi indiferencia ante centralismos y nacionalismos, mi sensación es que los políticos catalanes están haciendo lo que mejor saben hacer los políticos: manejar y exacerbar los sentimientos que les interesan en cada momento, con la única idea de barrer para casa. Pero ojo, no para la casa de los catalanes: si barren para alguna casa, barrerán para la suya.

En fin, que si al final es que sí, pues que lo paséis bien. Seguiré tomando cava en lugar de champagne. Seguiré prefiriendo que gane el Barça al Madrid. Y algún día, cuando pueda, iré a desayunarme unas mongetes amb butifarra a Riudecanyes; aunque me tenga que llevar el pasaporte.


(para mí siempre habían sido munchetas, qué bueno es esto del Google)

2.11.13

Los muertos (II)

Cada vez voy menos al pueblo. Desde que mi madre murió mi padre cada vez va menos, y él es el único motivo por el que seguir yendo.

Ayer, mi hermano quería llevar unas flores. Sabe que a mí esas cosas... no es que no me gusten, es que me dan absolutamente igual. Me gustan los cementerios porque cuentan historias o al menos te permiten imaginarlas. Pero no siento que nada de ningún ser querido resida allí. Mi Baronesa lo sabe de sobra, pero ayer mi hermano me preguntaba qué quería que hicieran conmigo cuando toque. Bien quemadito y las cenizas repartidas por ahí, donde los que me sobrevivan quieran. Que quede el recuerdo de lo bueno o malo que haya hecho, recuerdo que se irá diluyendo en la memoria de mis cercanos, y que desaparecerá cuando ellos lo hagan. Tengo cada vez mas clara mi propia infinitesimalidad, y que el olvido será el destino natural de mi vida. Lo cual, además, me produce cada vez menos desasosiego.

La foto es de ayer, muestra de que nuestra tristeza, nuestros mármoles y bronces no significan nada frente al paso del tiempo y a la vida que continúa. Vaya por ti, Cal.


27.4.13

Indurain

Como tantas veces, al leer la entrada de una amiga dudo si escribir un comentario extenso en su blog o una entrada en el mío. Me da un poco de vergüenza escribir un comentario enorme porque siento que me apropio de un espacio que no es mío. Teresa, vaya esto como apostilla a tu reflexión.

Cuando me acercaba a la cuarentena tenía un trabajo en el que ganaba mucho dinero, con una gran responsabilidad y una continua presión. Hubo un momento en que tuve que escoger y escogí: empecé a preparar oposiciones. Con tres niños en casa, trabajando -en teoría- ocho horas diarias y muchos fines de semana, tuve que organizar mi tiempo y mis energías para pelear en ese ambiente que quienes hayáis opositado conocéis. Durante año y medio, mi Baronesa se hizo cargo de niños y casa, e incluso de quitarse de en medio muchas veces para que la casa estuviera silenciosa y que pudiera estudiar. La mitad del éxito fue suyo.

Como decía alguien, una oposición no se aprueba: se gana. El año en que me examiné, gané tres oposiciones, dos de ellas con la mejor nota, por delante de personas que tenían una titulación de la que yo carecía.

(Ahora es cuando la gente hace gestos de sorpresa, admiración o incredulidad. O de cosas que prefiero no interpretar)

Algunos amigos, creyendo halagarme, hacen referencia a mi inteligencia para explicarlo. "Bueno, es que tú, con una vez que te lo leas, ya apruebas". No niego mi inteligencia, pero no es halagador poseer algo que a uno le ha venido dado.

Miguel Indurain contaba en ocasiones que le molestaba muchísimo cuando la gente le llamaba robot, extraterrestre y cosas similares por sus cualidades, por su hieratismo, porque ganaba etapas y tours sin despeinarse. Y contaba que le molestaba porque por mucho que sus cualidades fueran buenas o incluso mejores que las de otros, las montañas eran igual de altas que para los demás y sufría tanto como ellos. En todo caso, lo que le distinguía de ellos no era su magnífico físico, sino su capacidad mental para hacer el esfuerzo y soportar el sufrimiento que el ciclismo implica.

Mis oposiciones no me fueron más fáciles que a otros. La diferencia con esos otros que se quedaron por el camino aunque decían estudiar mucho y estar muy preparados era sencilla, y se compuso de muchas pequeñas cosas: durante año y medio, me impedí leer un libro (quien me conoce sabe el sufrimiento que me supuso). Cuando viajaba a realizar una instalación, o mientras esperaba a un cliente, o por las noches en los hoteles, siempre tenía apuntes para leer. Estudiaba en el baño, en el parque con los niños, en los semáforos. Recuerdo un sábado en que me enchufé doce horas al ordenador, y cuando me levanté dije la famosa frase "ya sé SQL".

Nuestra fortaleza, nuestra inteligencia, nuestra capacidad emocional no nos hace que estemos más cerca de conseguir nuestros objetivos o nuestra estabilidad. Hay que estar dispuestos a renunciar a cosas, a encarar nuestros miedos, a pagar con sudor. Ese sí es el mérito, eso es lo admirable, lo que nos hace mejores y nos permite avanzar y aprobar oposiciones, ganar tours, restañar heridas en el alma.

20.4.13

Las decepciones

Cuando somos niños, adolescentes, creemos que somos de una determinada manera: hermosos o feos, listos o torpes, buenos o malos. Creemos, digo.

Lo que nos define como personas no es la imagen que tenemos de nosotros mismos, sino la que mostramos al mundo. Al cabo de los años, me convenzo de que somos como nos ven los demás, y es así cada vez más con los años. Cuando somos niños, la imagen que tenemos ante nosotros mismos se compone más de imaginación y futuro que de realidad. Al crecer, al madurar, nuestra personalidad se parece cada vez más a nuestro esqueleto: cada vez es más ósea y menos cartilaginosa. Cada vez más rígida y fuerte, menos flexible y amoldable. Cada vez somos menos un proyecto y más una realidad, una forma definida, un patrón reconocible entre miles. Cada día que pasa queda más lejos la posibilidad de cambiar, porque ante nosotros mismos y ante los demás somos la suma de las acciones, las palabras, los gestos que hemos mostrado durante años y décadas. El personaje que imaginábamos para nosotros cuando éramos niños va delimitándose cada vez más, sujeto por esos actos irrebatibles que hemos amontonado sobre lo que queríamos o creíamos ser.

En la suma que nos compone también entran las decepciones, las diferencias entre lo que creíamos o queríamos ser y lo que hemos sido siendo durante años. Lo cual no es forzosamente malo, si conocemos y aceptamos nuestra falibilidad. El problema es cuando el divorcio entre nuestra propia imagen y el mundo exterior se convierte en abismo, cuando no hay modo de reconciliar la realidad interna y la externa. Cuando lo que vemos de nosotros y lo que mostramos a los demás -que no siempre coincidirá con lo que los demás interpretan- es tan dispar que somos incapaces de reconocernos en la imagen que proyectamos, y quienes nos rodean no pueden reconocer lo que contamos de nosotros mismos en lo que ellos ven.