23.3.06

Huellas



Fui un niño canijo y temeroso. En el patio del colegio era siempre el último en ser escogido para jugar al fútbol, si es que me atrevía a jugar. Mi madre me obligaba a bajar a la calle, porque en caso contrario mis juegos eran siempre solitarios e introvertidos. Era feliz, mi mundo era tan ancho como mi imaginación, y tan seguro como yo quisiera crearlo.

Fuera, el mundo estaba dominado por reglas absurdas. No servía ser mejor, bastaba con ser más fuerte. No era necesario ser ingenioso, bastaba con tener quien corease tus gracias. Cualquier motivo hacía de uno el blanco de nuevos ataques: Ser el nuevo, tener unos apellidos graciosos, dientes de ratón, un acento distinto.

Y nada más peligroso que mostrar la propia inteligencia ante quien reservaba la suya -virgen- para mejores ocasiones. Un sobresaliente se podía intepretar como un desafío, leer un libro podía ser un delito.

Las chicas, sus juegos y sus charlas resultaban algo más tranquilas, y por tanto más atractivas. Pero eran terreno vedado so pena de atraer los adjetivos más ofensivos, los ataques más denigrantes.

De cualquier modo, no fui un niño desgraciado. Mis padres, aunque de un modo torpe a veces, me inclulcaron el valor de la inteligencia, de la ternura, de las palabras y los conocimientos.

La adolescencia no cambió demasiadas cosas en el mundo, pero al menos estaba permitido acercarse a las chicas. Qué caramba, incluso se veía bien, se alentaba. Y mis mejores amigos fueron, casi siempre, amigas.

He crecido a trancas y barrancas, me he explorado a mi manera y no sé con cuánto tino. No he hecho cursos de esos que tanto me recomiendan, y no tengo claro qué se supone que debe hacer uno con su niño interior. El mío aún se sorprende cuando alguien le muestra cariño por mostrarse como es.

El adulto que se supone que soy no termina de explicarse cómo funciona el mundo. Las tramas que nos unen, las amistades por sorpresa, la ternura que nos asalta sin buscarla. Dejamos nuestro rastro en los sitios más inesperados, cuando menos lo buscamos. O tal vez es por eso.

Te quiero, Srta. Vainilla.

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