12.12.07

El pueblo

He pasado cuatro días con mi padre, cogiendo aceitunas. De vez en cuando es bueno ir al pueblo en el que pasé las vacaciones de la adolescencia para recordar determinadas cosas, y para que algunas que ya sabía no se me olviden.

El vocabulario: Palabras que de otro modo no escucharías, como manzanillo, cornicabro, granillo, rustrir, vele'hí. Mides en fanegas y pesas en arrobas.

Las relaciones familiares e interpersonales. Alguien dice "¿Éste es el tuyo pequeño? ¡Qué grande!", mientras piensas que hace veintitantos años que dejaste de crecer, al menos a lo alto. Consigues mantener la sonrisa mientras esa tía lejana te sujeta la cara y te planta tres o cuatro sonoros besos por mejilla -labios de repetición, chuik, chuik, chuik- para luego llamarte prenda. Además, logras mantener tus ojos fuera de esa verruguita -con pelo y todo- y sonreír amablemente mientras no te fijas en el boatiné de la bata con la que recorre el pueblo. E incluso consigues que parezca que recuerdas el nombre de esos primos lejanos -¿uno o dos o tres? ¿salía yo con ellos?- y preguntas algo así como "¿Y tu gente?", y escuchas la historia de los nietos preciosos y lo bonito del piso que se ha comprado "su Mari Conchi".

La musculatura. Te agachas un tiempo, y cuando decides cambiar de postura porque te duelen los riñones, te das cuenta de que es casi preferible a que te duelan las piernas en esa otra posición. Y vas alternando, y caminando en cuclillas para ir cogiendo las aceitunas que no están tan separadas como para levantarte ni tan juntas como para arrodillarte. Por suerte, la mayor parte del tiempo vareas, y lo de menos son los callos que salen en unas manos que el resto del año se dedican a menesteres de señorito.

¡Ah, la poesía! Disfrutas de la luz de la mañana mientras ves el campo blanco de escarcha, y sabes que esa blancura promete ponerte los dedos rígidos a poco que empieces a coger aceitunas. Y das gracias, porque si en lugar de ese manto plateado, las negras aceitunas estuvieran perladas del rocío que deja el blanco velo de la niebla, cada vez que rozases una rama del olivo habría una gotita de agua helada y cristalina dispuesta a caer, asesina, en tu nuca.

La actualidad. Te pones al día de las trifulcas entre padres e hijos, tíos y sobrinos. Un canalón, unas ventanas que miran hacia donde no deberían, una misérrima parte de una paupérrima herencia son causa de disputas y de rencores eternos.


La economía. Te enteras de que los señoritos del pueblo, aquellos que poseían tantas fincas, ya tienen poco más que una casa enorme y desvencijada, aunque todos sus hijos hicieron farmacia o ingeniería o periodismo. Ahora, sus tierras las han comprado justamente aquellos de las peores familias -esas con cuyos hijos no debías juntarte- que poco a poco se han hecho con medio pueblo. Son los nuevos ricos: con decenas de pequeñas cercas -de esas que estudiabas como minifundios- con paredes de piedra y puertas hechas con cabeceros de camas antiguas. Cuidan el ganado, venden la leche, cultivan las tierras, cogen aceitunas y desarrollan todo tipo de actividades que no se reflejan en ningún sitio. Durante unos días al año trabajan en las calles contratados por un ayuntamiento que reparte de manera aquilatada y equitativa las peonadas para que todos cobren el paro agrario el resto del año.

Y el futuro. Viejos de ochenta y tantos años se cruzan contigo montados en un burro y rodeados de perros famélicos y desconfiados. Te saludan con la mano sarmentosa mientras van camino de una de esas fincas en las que tienen las vacas que traerán al pueblo al saneamiento de mañana, que viene el veterinario. Y tu padre te cuenta cómo el otro día justo ese viejo lleno de roña que a duras penas sabe firmar le pidió que le acompañase al banco, para que le aconsejase cómo poner a plazo fijo esos buenos pocos millones -en pesetas, los millones siempre son en pesetas- que ha ido juntando durante su vida, quitándose el frío con braseros de picón y matando el hambre con pan y torreznos.

Mis padres no acaban de hacerse a la idea de que cuando las heredemos, mi hermano y yo no pensamos mantener ni una sola de las propiedades que tienen en el pueblo...

6 comentarios:

hippie pirata dijo...

Vaya...
Eso nunca lo digas, nunca se sabe.
Yo me cabree bastante cuando mi suegra y sus hermanos vendieron sus tierras. Incluso las hubiese comprado.
Cheli pasó una mañana llorando, en Rute, frente la casa donde pasó tantos años. Me pidió ir a verla y ya ves.
Ahora sueño en comprar un terreno en Huesca para retirarnos. ¿Qué hago yo en un piso de Hospitalet?
Hace tiempo que "colecciono" palabras andaluzas, algunas de ellas no se encuentran ni en la RAE, pero existen
Un saludo.

Arcángel Mirón dijo...

Parece un mundo aparte, no?

Paqui dijo...

Me ha gustado tu post, sobre todo porque me suena a familiar todo lo que cuentas, por que sera? jeje.
Por cierto gracias por coger las aceitunas que algunos aprovecharemos ese aceite tan rico, no te preocupes que ya te queda poco para que alguno te ayude a disfrutar de esas escarchas tan granciosas que hay en el cercado.
Y lo de la herencia, vamos a dejarlo que aunque tu hermano y tú lo teneis bastante claro, están las nueras y ya sabes tu lo que dicen: "esto nu era lo que yo queria para mi hijo" y si no preguntale a Pepa, jeje.
Por cierto, ya me contarás si te han dejado llevarte cosas antiguas que te gustan y actualidades de la convivencia.
Un besito y que descanses. Siempre te quedará el recuerdo de tu niñez.

Anónimo dijo...

Bueno, bueno, que recuerdos, nunca viene mal, guste o no guste es parte de lo que somos y eso nunca te lo vas a quitar de encima.
Lo de vender la herencia es para pensarlo con las subvenciones de la Junta a las casas rurales, ¿quién sabe? a lo mejor algún nieto se quiere dedicar a esos menesteres.
Si juntamos el gasoil que gastas hasta el pueblo y vuelta y el precio de la mano propia de obra (lo que no se valora en el pueblo) ¿compensa económicamente? Puede ser que se haga por mantener esos sentimientos de empresa familiar poco rentable que tanto gusta a las personas mayores, porque es su obra y es intimamente suyo. No se, seguro que en el pueblo, lo valoran de otra forma pero es más cómodo encargarlo en el mismo molino que muele esas aceitunas, comprarlo y tromártelo con un buen trozo de pan calentito y un café humeante pensando lo duro que habrá sido para la gente coger esas aceitunas con el frío del invierno.
Ánimo y como ya te han dicho antes, gracias por lo que me toca, pero, desgraciadamente ya me falta poco para disfrutar de esos momentos.

Anónimo dijo...

Curioso.
me dice jean que la conoces a través mío. Le gusta como escribes. Y eso hace que vuelva a leer este relato, precioso relato... y muy bien escrito
Nada mejor que tener una historia que contar.
Un abrazo

Princesa dijo...

VAya..., yo tengo mínimos recuerdos de todo eso, porque en nuestra familia ha pasado una generación. Y es lo mismo, pero en Castilla. En un pueblo de Burgos, pequeño. Mimadre ya ha heredado (jajaj, tierras que no llegaban a los tres millones...de pesetas) y ya lo han vendido. Y allí no se recogía aceituna. Eran eras y campos de hortalizas.

Mi abuela era lista, decían, porque sabía leer y escribir de forma casi autodidacta, y esperó al primero que le sacó del pueblo, mi abuelo, que era huérfano y militar chusquero. Mi madre ha odiado el campo siempre, porque iba en verano a trabajar, a ayudar a sus tíos tanto en las labores del campo como en cuidar a sus primas, mucho más pequeña Trabajaba de sol a sombra por nada. Se llevó la primera torta de su abuelo allí...+

Yo fuí de pequeñita, pero ya íbamos como primos ricos de la capital. Pero robábamos zanahorias y nos escondíamos para que no nos pillaran. Luego más tarde íbamos a las fiestas del pueblo, a la verbena y... uy, cuántos recuerdos.

Tengo treinta y siete años y hace como veinte años que no vuelvo al pueblo.