30.11.05

Nyman, Balanescu y los amigos

Juraría que hacía más de un año que no hablaba con ella. Ayer me llamó Maripili (o sea, Zaida). Alegría, sorpresa y más cosas. Su nueva vida de mamá. Habrá que verla. Es reconfortante saber que, pasado el tiempo, hay relaciones que perduran y aportan un poquito más a nuestra vida. Hay otras que aún no han terminado, tal vez porque tienen algo más que aportar. Y me hizo acordarme de una historia de hace mucho, mucho tiempo: 
 
Mi primera visita a Santander. Terminé de trabajar a mediodía y se me presentaba una larga tarde por delante. Salí a pasear y encontré una tienda de discos pequeñita y cucona. Y allí me estaba esperando: 
 
(Me sigue pareciendo maravilloso.)
 
Seguía teniendo una larga tarde amenazante de lluvia por delante, nada apropiada para recorridos turísticos. Busqué un cine y me tragué dos pelis seguidas: "Cuando Harry encontró a Sally" y para rematar adecuadamente, "El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante" (con música, precisamente, de Nyman).
Como suelo hacer, esperé que terminasen los créditos y la música antes de levantarme y salir. Salí del cine felizmente mareado y gustosamente lento, intentando recuperarme del magnífico loco que es Peter Greenaway. La noche húmeda brillaba en las aceras. Bajé las escaleras de la entrada, anduve unos metros y me paré ante algún escaparate de la calle, sin ver nada más allá de mis adentros.
 
En un momento en que se disiparon mis nieblas, miré a la izquierda y la vi en las escaleras, saliendo del cine, despidiéndose de alguien con la mano, mirando al suelo mientras bajaba. Guardo un recuerdo fraccionario pero intenso. Recuerdo un abrigo largo, un cuerpo menudo. Una muleta y una cojera con aspecto de no ser fruto de una fractura, sino de una enfermedad infantil, de una polio o una pierna ligeramente más corta que la otra. No sería capaz de describir su cara, sé que era agradable sin llegar a ser bonita, con el pelo oscuro y liso, una media melena nada llamativa. 
 
Cuando terminó de bajar las escaleras se paró, alzó los ojos -redondos y oscuros-, respiró hondo y sonrió. No sé exactamente por qué, pero me pareció claro que ella también salía del mundo barroco y violento de la película. Supongo que no habría más sesiones que terminasen al mismo tiempo, o que la había visto en la puerta de la propia sala; no recuerdo bien, pero recuerdo la seguridad con que lo pensé. 
 
Soy propenso a contagiarme de las sonrisas ajenas, y comencé a sonreír con ella. Cualquiera que sonríe embellece, y ella me pareció hermosa en su goce. Sin dejar de sonreír, miró hacia donde yo estaba y le sostuve la mirada y la sonrisa. Tras unos segundos, comenzó a caminar hacia mí, o mejor diré que cogió la acera en la que me encontraba. Seguí mirándola mientras se acercaba con su lenta y desigual forma de caminar. Siguió sonriendo y mirándome de a momentos, mientras los veinte metros que nos separaban al principio se convertían en quince, en diez.
 
Cuántas veces, al ver a alguien por primera vez, o al verla de modo repetido y superficial en un sitio común, he sentido deseos de conocer a esa persona más intensamente. En ocasiones ha ocurrido, aunque haya tardado años. Lo normal es que quien me ha producido ese interés del primer vistazo, si después he llegado a conocerle, haya sido alguien interesante a quien escuchar o a quien conocer. El tiempo pone todo en su lugar, y a veces uno extrae todo de una de esas relaciones en poco tiempo. En ocasiones, he construido una vida alrededor de una persona -los intereses, el carácter, las aficiones- antes de conocerla; y cuando la he conocido lo esencial de esa vida imaginada era sorprendentemente aproximado. Ciertamente, la primera impresión es la que vale. 
 
La dulzura en los ojos no se puede simular, uno no se engaña a ese respecto. 
 
La historia no continúa, o tal vez sea más exacto decir que no hubo historia. Me giré y eché a andar. Supongo que mientras me alejaba oía sus pasos triples, no lo recuerdo. Sí recuerdo su triste mirada en mi espalda, o tal vez la imaginé entonces y lo imagino ahora. También recuerdo el mordisco de la timidez, lo estúpido que se siente uno cuando es así de cobarde. 
 
Hubiera estado bien tomar un café y hablar en un bar. De películas, de su ciudad o de la mía, de nuestras vidas. De si su pierna le causaba dolor o tristeza. De si estaba tan sola como parecía. Tal vez con los años hubiéramos perdido el contacto, tal vez no. 
 
Hay amigos a los que nombro y añoro. A ella nunca podré nombrarla, nunca sabré su nombre.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

A lo mejor la historia era así, un bonito recuerdo que no da lugar a decepciones, o desilusiones, o a un nombre compuesto de telenovela como los nuestros...

Unknown dijo...

¡La de veces que hemos dejado pasar una ocasión tan hermosa!.
Supongo que nos ha pasado y nos pasará un montón de veces en la vida.
Me ha encantado tu escrito.
Me ha "llegado".